Historia y actualidad de los científicos retornados en España

Parte de El Jardín de las Delicias, panel derecho: “El Infierno Musical”. Hacia 1490/1500. EL BOSCO

En la década de los años cincuenta del pasado siglo aparecieron en los ambientes de la Universidad de Madrid un grupo de personas que proponían un debate sobre la disposición del carácter español para el trabajo de la investigación en las ciencias naturales. Aquellas personas ponían claramente en duda la disposición o capacidad natural de los españoles para trabajar en temas de investigación científica y sí, decían, estar plenamente capacitados para la teología y saberes espirituales. El sistema político imperante en aquellos momentos en España había creado, unos pocos años antes, una institución nacional en cuyos estatutos fundacionales se manifestaban claramente sus fines, hacer ciencia al servicio de Dios. Era esto la continuación natural del pensamiento conservador tradicional español frente a aquellos científicos y humanistas adscritos a la Junta de Ampliación de Estudios que habían trabajado, con éxito reconocido, desde los primeros años del siglo XX hasta la guerra civil. 

La Europa científica y una España turística

El rechazo a los logros y conquistas culturales y científicas alcanzados por otras naciones de nuestro entorno era evidente. No faltaron en aquel momento signos y manifestaciones para darnos ahora una idea de la fuerza de aquel sentimiento conservador; un catedrático de Biología que una tarde llenó al aula magna de su facultad para negar el darwinismo ante todos sus alumnos; conferencias en colegios mayores a cargo de personas conocidas, anunciadas con un título de referencias dogmáticas para luego, quizás por ética, o desazón, del conferenciante de turno que bien pudiese estar allí por un compromiso, quedar en una humilde explicación sin rasgos destacables.

Es preciso constatar ante estas sorprendentes propuestas que, en aquellos momentos, las autoridades europeas que resultaron electas tras la gran guerra estaban poniendo en marcha las tres patas que habían de constituir posteriormente la Comunidad Económica Europea, es decir, la Comunidad del Carbón y del Acero, la Comunidad de la Energía Atómica y la Comunidad Económica, a la par que se empezaban a discutir y poner a funcionar las grandes instituciones científicas como el CERN, la Agencia Europea del Espacio y la European Science Foundation. La brecha entre la cultura española y la del resto de Europa no hacía más que ampliarse en un momento crítico. Era, en suma, una puesta en evidencia de la falta de interés por la cultura científica que en nuestro país tiene una larga trayectoria histórica.

Es justo y necesario mencionar que, paralelamente a estos acontecimientos, un grupo de economistas y catedráticos de Universidad, adscritos a una orden religiosa y con puestos en el Gobierno (eran los autodenominados tecnócratas), proyectaron una industrialización de España. Una confrontación así entre estas dos concepciones, social y económicamente opuestas, que bien merecía haberse debatido en las más altas esferas de aquel Estado, se saldó entonces en las luchas internas entre las diversas facciones imperantes dentro de aquel sistema político. Resultó, en fin, que ante la planificación de una sociedad industrial para el futuro del país, con un indiscutible alto valor añadido en todos sus productos y fabricaciones, se prefirió otra basada en el turismo, más barata y de rápida implantación.

Los científicos retornados

Partiendo de esta situación, ¿es posible entender la débil implantación, cuando no el rechazo, que han tenido los jóvenes científicos españoles que decidieron retornar a su país después de trabajar en empresas, laboratorios y universidades extranjeras? Se trata de jóvenes, de formación reciente, con una alta capacidad de trabajo y concentración que han estado contribuyendo al progreso científico-técnico de sociedades foráneas durante unos buenos años.

La respuesta a la pregunta es clara: los jóvenes investigadores no han podido, infortunadamente, tomar sitio plenamente en la sociedad porque nuestro país carece de una política científica nacional eficaz y provechosa. Aún más, nunca la ha tenido porque en nuestra sociedad la investigación y el conocimiento científico han tenido casi siempre una baja consideración, una opinión influenciada claramente por el estereotipo del científico entregado místicamente a su obra, un ser raro, al cual no se le atribuía ningún fin útil que mereciese la atención de la sociedad y de los gobiernos. 

Estamos aquí ante una situación que viene del pasado. La sociedad española no tiene el sentimiento, muy presente en otros países, de la utilidad social que comporta la investigación científica básica y aplicada para el bienestar de la población. Es la consecuencia de una sucesión de hechos y acontecimientos históricos vividos a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX (confrontaciones civiles, revoluciones, cuartelazos, cambio monarquía-república, etc.) y que no fueron en el buen sentido para los españoles. Ocurrió que en los momentos en los que otros países ponían en marcha un radical cambio, pasando de una producción agrícola tradicional a otra nueva (Inglaterra, Primera y Segunda Revolución Industrial, 1830-1880), los dirigentes de aquel entonces se encontraban en medio de unos problemas políticos que absorbía su atención e impedían la creación de una ciencia nacional a semejanza de otros países. 

El papel de los poderes públicos

En los momentos presentes es cuando se echa más en falta el apoyo tanto público como estatal a la investigación científica nacional. En la Constitución Española de 1978, el artículo 20b reconoce y protege la creación científico-técnica, la artística y la literaria, como no podía ser de otro modo, y equivale este texto a garantizar la libertad de pensamiento y expresión. Aquí llama poderosamente la atención, en primer lugar, que los padres de la Ley fundamental pusieran en el mismo saco a las tres artes, cuando son distintas por su desarrollo y características particulares (financiación).

Los padres constitucionales pasaron por alto, ignoraron en aquellos momentos importantes para nuestro país, que existe un mecanismo de vasos comunicantes entre la investigación básica y la aplicada o tecnológica, o ingeniería. Ambas van juntas de la mano, unas veces una se antepone a la otra pero ambas resultan inseparables. Aquí podemos dar ejemplos ilustrativos: la teoría del transistor (Brattain, Bardeen and Shockley, 1943) puso en mano de la industria el ordenador (en este caso la ciencia básica fue muy por delante de las empresas); otro ejemplo en sentido opuesto fue cuando en la segunda guerra mundial un responsable de la RAF británica, preocupado por las grietas que aparecían en los fuselajes de los aviones, y que no estaban causadas por explosiones o disparos enemigos, se lo comentó a un joven profesor. Esa conversación fue el comienzo de la teoría de defectos en estructuras cristalinas y resolvió el problema de los aviadores. En este segundo ejemplo la investigación fundamental respondió a un problema que le presentaron, en este caso, unos militares ajenos a los objetivos corrientes del científico. 

Por esta causa es preciso asignar, pues, a la investigación científica un entramado legal especial e independiente como se ha hecho siempre en las sociedades capitalistas, donde el libre cambio y el comercio están en toda acción legislativa. Si los gobiernos priman a los empresarios que crean puestos de trabajo, igual se debería hacer con aquellos que presentan y liberan patentes de invención.

En un informe reciente, Naciones Unidas ha señalado que el 30 % del PIB (Producto Interno Bruto) de los países más avanzados proviene o está ligado al empleo de la tecnología. La investigación científica y el desarrollo requieren, hoy en día, un presupuesto económico considerable. Esto sólo lo pueden aguantar algunos de los estados nacionales o sus compañías multinacionales.

En la Constitución Española el artículo 44.2 dice que los poderes públicos promoverán la ciencia y la investigación científica en beneficio del interés general. La respuesta a este mandato constitucional han sido los sucesivos Planes Nacionales de Investigación que constituyen una lista de buenas ilusiones sin fijación de objetivos a cumplir ni mecanismos de control de las actividades de los centros de investigación o de las empresas encargadas. No es ocioso reseñar que los EE. UU. de América deben su alto lugar mundial en patentes y publicaciones, con un alto nivel de citas, a estos controles. En nuestro país los planes estatales del futuro deberían inclinarse por este modelo. No es otra cosa que aplicar al estamento científico los filtros y condiciones de los resultados que rigen para las empresas.

Deja un comentario